Hace un año, gracias a un proceso jurídico, me permitieron cruzar un puente para entrar a los Estados Unidos con mi esposo y mis tres hijas — después de haber pasado más de 16 meses viviendo el peligro y la pobreza, a unos pasos de la frontera del sur. Mi familia sigue intentando sobreponerse al trauma de esta terrible experiencia. Pero ahora, el gobierno de los EE. UU. ha reactivado la política que nos causó tanto sufrimiento, con la que expulsa a los que buscan asilo, enviándolos a la ciudad de Matamoros, México, que está bajo el control de un cartel, lo cual pone en peligro las familias.
Los dichos “Migrant Protection Protocols” (MPP Protocolos de Protección a Migrantes), iniciados por el presidente Trump, requerían que las familias como la nuestra se quedaran en México a la espera de una audiencia para sus casos de asilo. No importaba que a la fuerza tuviéramos que huir de nuestro país, en el que teníamos la vida amenazada. Cuando entramos a los Estados Unidos a pedir que las autoridades estadounidenses nos dieran su protección, los mismos agentes nos expulsaron a Matamoros, una ciudad peligrosa de la frontera con México, a la que nunca habíamos viajado. Una vez allí, las autoridades mexicanas que nos procesaron los documentos simplemente nos echaron a la calle.
Por último, pasaríamos 16 meses luchando por sobrevivir, esperando el fallo de nuestro caso de asilo. Después de ser atacada mi hija en un campo de migrantes, encontramos una casita decrépita para alquilar. En el techo había un hueco y contaba con muy pocos muebles — algunos bastidores de cama, algunas sillas, una mesita sobre la que pusimos una sola hornilla para cocinar nuestros alimentos. Estaba contaminada el agua y nos llenó la piel de hongos. Durante el invierno hacía un frío brutal allí dentro, y no teníamos cómo calentarnos.
Mi esposo encontró trabajo de carpintería allí cerca. Ganaba poco y fue maltratado por sus jefes y colegas. En diciembre del 2020, justo antes de las fiestas, cuando tocaba pagarle el sueldo y una prebenda de fin de año, lo despidieron.
Incluso cuando mi esposo trabajaba, lo que ganaba no alcanzaba para pagar el alquiler y otros gastos. A veces no comíamos o nos alcanzaba sólo para comprar pan y café. Otras veces sólo teníamos huevos y frijoles o sopas instantáneas. Enviábamos a dormir a las chicas temprano, y dejábamos que durmieran hasta tarde porque no teníamos desayuno que darles. Cuando se enfermaban nuestras hijas, se nos hacía difícil comprarles medicamentos.
Mientras iba a trabajar mi esposo, yo me quedaba en casa para cuidar de mis hijas. Sabíamos que los carteles controlaban la ciudad y que regularmente secuestraban y mataban a los migrantes como nosotros. De rutina oíamos disparos por las calles. Mis hijas y yo nos quedábamos en casa todo el día, todos los días, porque el salir – incluso para un momentito – era demasiado peligroso.
Se atrasó la educación de mis hijas dos años. No dormían. No comían. No tenían qué ponerse.
Muchos nos dijeron que todo era mentira, que nadie iba a poder entrar a los Estados Unidos, que mejor era que volviéramos a nuestro país. Pero no podíamos volver a nuestro país, porque temíamos que nos asesinaran. Teníamos que soportar la espera.
Yo sé que había migrantes que lo pasaron peor que nosotros y que no tenían ni una casita decrépita para esconderse de los carteles. Pero el sufrimiento diario, el miedo, la depresión y el estrés nos agobiaron.
Incluso ahora, a un año de egresar de los MPP y llegar a los Estados Unidos para hacer seguimiento de nuestros casos de asilo, nos pesan nuestras experiencias. Antes mis hijas eran niñas felices. Les gustaba jugar, bailar y cantar. Ahora nada les interesa. Parecen estar siempre tristes y se irritan con facilidad. Ahora que tenemos acceso a comida, casi no comen. No eran así antes. Mi esposo y yo también vivimos tristes, constantemente. No dormimos bien ni estamos bien de salud. Nos rondan las pesadillas y nos acosan los recuerdos.
Estamos bajo tratamiento para aliviar este trauma – pero nos acompaña siempre. Estamos esforzándonos por sanar, para contribuir a nuestro país adoptado, y para mantener la esperanza con nuestro caso de asilo, que sigue pendiente.
Yo sé que en la frontera hay más familias que enfrentan lo que nosotros vivimos. Están buscando protección, y las políticas como los MPP les están destrozando la vida. Yo creo que el buscar asilo es un derecho y que, como nosotros, tendrían que poder ejercer ese derecho en los Estados Unidos.
Estas familias necesitan nuestra ayuda; no hay que obligarles a soportar más peligro.
Este blog fue traducida por Maribeth Bandas.